Por cada grado de temperatura que se resigna al enfriar un ambiente con un equipo de aire acondicionado, se ahorra un 7% de la energía que demanda la operación de templar un ambiente. La cuenta es fácil e ilustrativa de cuánto puede hacerse con tan poco: tres grados menos de frío permiten economizar alrededor de un 20% de la electricidad requerida. El desafío de las políticas es cómo promover esa modificación de hábitos sin un aumento dramático de tarifas que afecte a todo el universo de usuarios.
Hay otros ejemplos igualmente gráficos y contundentes de cómo mengua la exigencia sobre el sistema eléctrico. Si se opta por una lámpara de bajo consumo se elige gastar cinco veces menos electricidad. Una heladera AAA requiere un 75% menos para enfriar.
Si la demanda afloja es más difícil llegar a los picos de consumo que provocan colapsos provisorios del sistema, manifestados en los clásicos cortes estivales como los que se viven por estos días en la tórrida Capital Federal.
Hay consenso en la comunidad de expertos que promover el ahorro de energía es tan necesario como complicado, lo que abre el debate sobre los modos de conseguirlo.
Una manera obvia es el uso de aparatos más eficientes en la industria y en los lavarropas. La otra implica la ardua tarea de modificar hábitos por el lento camino de la concientización que requieren los cambios culturales. O por la vía corta de castigar el sobreconsumo con altos precios, lo más eficaz en el corto plazo.
Aquí un primer gran problema de las empresas proveedoras del servicio y del poder administrador que diseña las políticas energéticas: segmentar o no los consumos con precios diferenciales, elegir con qué vara distinguirlos y determinar a partir de cuándo una demanda tiene que penalizarse con valores más altos.
Si en lugar de realizar una tarea discriminada por categoría de usuarios se suprimieran todos los subsidios que hoy benefician no sólo al consumo eléctrico (el Estado cubre con sus fondos una generosa porción del costo de la generación de electricidad), sino también al gasífero, el gasto de una familia tipo en servicios energéticos aumentaría de un plumazo siete veces, subiendo del actual 3% promedio de sus gastos a 20%, según la estimación de una reputada consultora especializada en el tema.
Es difícil refutar a los que proponen un aumento tarifario general como única manera de forzar la economía. El Programa para el Uso Racional de la Energía Eléctrica (Puree) ofrecería una prueba de que las tarifas son tan bajas que los usuarios eligen pagar las penalidades por consumir más antes que beneficiarse con el premio que les corresponde si demandan menos.
 
¿Sólo la fuerza del garrote?
Un trabajo del especialista de la Universidad de San Martín Salvador Gil, reproducido por Petrotecnia –publicación del Instituto Argentino del Petróleo y Gas (IAPG)– da cuenta del conservadurismo de los usuarios, sólo vulnerable con cambios tecnológicos o “significativos” en el precio del gas.
De acuerdo con el experto, el consumo es “poco elástico” y constante en el tiempo, como lo demostró un seguimiento entre 1993 y 2007. Puede cambiar en caso de conmoción económica y social. Pero cuando ésta se estabiliza, se vuelven a abrazar los patrones de siempre, algo que ocurrió con la crisis del 2001, según ese análisis.
El trabajo de Gil tiene otras revelaciones más contundentes. Una es la demostración de que las tarifas de gas subsidiado de la Patagonia, bastante más barato que para los otros argentinos, promueve el derroche: a mismo escenario térmico, los usuarios residenciales del Sur consumen el doble que los del resto del país. Es decir que no se trata de que haga más frío sino que, aun con las mismas temperaturas que en otro lugar de la geografía, gastan menos.
Según esta perspectiva, un aumento tarifario por la quita del subsidio debería promover el ahorro hacia el sur del río Colorado.
Con sólo equiparar la demanda de los sureños subsidiados al resto de clientes del país podrían economizarse unos 4,5 millones de metros cúbicos de gas diarios en los días de más consumo. Cantidad suficiente para hacer funcionar una usina de ciclo combinado de 900 MW.